jueves, 29 de agosto de 2013

Mireya.

Llegó a casa, otra tarde más, sin ganas de nada.
Con los ojos teñidos de rojo y las mejillas empapadas por las lágrimas arrojó la mochila sobre la cama con todo el odio del que fue capaz, como si ella tuviera la culpa de su pesar.
Ella no tenía la culpa de nada. Su mochila no le había hecho daño nunca -cosa de la que podían enorgullecerse muy pocos- pero recibía todos los golpes que el pobre Raúl deseaba dar para defenderse aunque nunca lograba asestar.
Era pequeño para su edad y bastante flacucho. Frente a los niños de su clase, que le sacaban una cabeza y cuyos brazos comenzaba a adquirir un grosor considerable él, con su baja estatura y sus bracitos delgados, se sentía débil y pequeño. Los chavales lo sabían y se aprovechaban de ello para divertirse en los descansos y recreos mediante todo tipo de procedimientos crueles que desgastaban a Raúl cada vez un poco más.
Desde el curso pasado cada día era igual: llegaba al colegio y sus compañeros, sin perder un minuto, comenzaban a poner en práctica su arsenal, cada día más variado, de burlas y golpes que "por lo menos" nunca dejaban marca. Después de siete horas intentando pasar lo más desapercibido posible volvía a su casa donde nunca había nadie. Comía solo y por la tarde pasaba el tiempo estudiando, viendo la tele o jugando con sus videojuegos, pero siempre en solitario. Sus padres pasaban el día trabajando y regresaban tarde a casa, entrada la noche. Durante las pocas horas que pasaban juntos no solían hablar de cosas importantes y Raúl nunca se había atrevido a contarles su problema no por falta de confianza, sino por vergüenza ante el hecho de que sus padres supieran que su hijo era el "pringado" con el que todos podían en clase.
Sin embargo existía un pequeño pero gran detalle que en los últimos meses había marcado la diferencia en su rutina. Ese acontecimiento, desde que sucedió por primera vez, se había convertido en prácticamente lo único bueno que le sucedía a Raúl cada día. El pequeño no era consciente de ello, pero se había estado acercando cada día un poco más al límite en el que las personas pasan a cometer las denominadas "locuras" hasta que ese buen día se encerró en el baño.
Era Septiembre y el nuevo curso acababa de empezar. Ese día Raúl regresó, llorando y abatido, tras descubrir que las malas intenciones y la crueldad de sus compañeros no se habían derretido con el calor del verano al igual que los helados que constantemente veía venderse en las calles.
Cuando cruzó el umbral del vestíbulo esperaba encontrarse la casa vacía como de costumbre pero no era así: su madre llevaba encontrándose mal toda la mañana y al mediodía había tomado la decisión de pasar el resto del día en cama. Nada mas oír su voz se sintió acorralado. No quería que su madre le viera en ese estado, con lágrimas en los ojos y cara triste, porque entonces se preocuparía y le preguntaría que le pasaba y el tendría que confesarle que su hijo o era más que un pobre pardillo sin fuerzas para enfrentarse a sus compañeros de clase.
De modo que corrió al baño con la intención de llorar las últimas las últimas lágrimas y limpiarse la cara para poder encontrarse con su madre. Delante del espejo lloró desconsolado algunos minutos miró el cristal para examinar su reflejo.
Pero no lo encontró.
Quien le devolvía la mirada no era él, sino una niña que jamás había visto.
Paralizado, no fue capaz de moverse para huir ni de emitir algún sonido para gritar. Sencillamente se quedó allí, de pie frente al espejo, moviendo los brazos para ver si ella imitaba sus movimientos obteniendo como respuesta solamente una expresión extrañada y un saludo con la mano por parte de la pequeña.
Parecía dulce, demasiado como para ser una de esas niñas fantasmas que movían cuchillos, gritaban sin motivo y aparecían en la mayoría de historias de miedo que Raúl conocía así que probó a hablar con ella. Le preguntó su nombre y por qué estaba allí y ella le respondió. No hablaba, sólo movía el dedo frente a ella, como si escribiera en el aire, y la respuesta aparecía clara en el espejo antes de desvanecerse.
Se llamaba Mireya, y estaba allí para ser su amiga.
A pesar de todo, a Raúl le gustó la respuesta. No sabía qué estaba pasando ni cómo había llegado aquella extraña niña allí pero la parte de él que le aconsejaba asustarse se vio superada por la palabra "amiga" escrita en el espejo.
Desde entonces hasta aquel día habían transcurrido ya cerca de dos meses. Dos meses durante los cuales había visitado tantas veces a Mireya que era incapaz de contar cuantas, y ese día era perfecto para engrosar la lista un poco más.
Después de arrojar la mochila se quitó el uniforme -no podía esperar a ver a su amiga, pero su madre se ponía histérica si le veía aún con el uniforme cuando llegaba a casa- y se puso su chándal favorito. Corriendo, se metió en el baño y tras asegurarse de que el cerrojo estaba bien echado se volvió al espejo y susurró su nombre.
- Mireya...
Pasaron un segundo, dos, tres y entonces la silueta de la niña comenzó a dibujarse. Lo último que se hizo visible fue su rostro, en el que lucía una amable sonrisa.
Él se la devolvió, feliz de verla de nuevo.




3 comentarios:

  1. Relato sobre el maltrato físico y psicológico en la infancia, y sobre la soledad. La imagen del reflejo no creo que sea un fantasma ni nada por el estilo, sino más bien una amiga imaginaria con la cual evadirse de los problemas creada por su subconsciente.

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    1. Ideé a Mireya como un fantasma, o algo así, pero desde luego nadie imaginario. Como un niña procedente de ese mundo que algunos dicen existe tras los espejos, que quiere ayudarle a soportar esa triste etapa en su vida. Como una salvación para Raúl, una amiga en quien puede confiar. Es algo que, imagino, todos quieren en esas situaciones.
      Muchas gracias por tus comentarios, de verdad :) No contesto a algunos, pero porque simplemente no se me ocurre qué decir.
      También me gustaría que me comentaras como puedo llegar a los primeros capítulos de tus historias, ando un poco perdida en tu blog.

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